LUGARES PARA NO ESTAR
El día que me decida a escribir mi biografía en términos
tradicionales, tendré que hablar de los
espacios que ocupé: la ciudad donde nací, la casa de mi infancia, el pueblo
donde pasaba las vacaciones, la cuadra donde miraba ordeñar a mi abuelo.
Hablaré de la textura del banco paticorto de madera donde él se sentaba, de la
bondad que hay en las pestañas rizadas de las vacas, de los prados de Cantabria y de mis paseos al estilo la dama de las camelias por el Parc Beaumont . Llenaré las páginas con datos
de coordenadas geográficas para el regocijo de los técnicos, y tendré mucho que contar por los espacios que
habité, para el regocijo de los no tan técnicos. Aunque la verdad es que mi
vida al lado de la de Ana Obregón no tiene mucho interés. Es lo que tiene este
país; si eres Ana Obregón o el Vaquilla la gente se interesa mucho por tu vida
y los directores de cine se pegan por hacerte una película.
Algún día, escribiré mi biografía, tenga o no público, me
hagan o no película.
Pero hoy voy a hacer
un repaso a los espacios que me habitan, que viene a ser el camino contrario:
un viaje reversible a dimensiones más introspectivas pero no menos interesantes,
porque la palabra espacio tiene en
español quince acepciones y en la más
genérica dicen los repeinados de la RAE
que es “la extensión que contiene la materia existente”.Hay que leerlo
varias veces para que los significantes “extensión" y “materia” remitan a algún
significado y poder llegar luego a la conclusión de que es espacio tanto, la longitud de una
butifarra como la del sueño de una noche de verano, y esto lo defiendo yo
porque me da la gana. Estoy convencida de que no saben mucho más sobre las
dimensiones espacio-temporales los físicos cuánticos y los repeinados de la RAE
que los malos alumnos y cada uno tiene
derecho a perderse en la dimensión que prefiera.
Me viene a la memoria, el armario escobero de la cocina de
mi madre; que durante años fue para nosotros un ascensor. Aquel escobero
era de melamina marrón, muy proletario
y muy sobrio pero bien podría haber
tenido estampaciones de burbujas de jabón a punto de explotar o geometrías psicodélicas al estilo de la naranja mecánica,
porque así era el contexto decorativo de la Transición; una vez muerto Franco
les dio por tunearlo todo y abusar de los colores cítricos. (Hubiera molao mucho que la cosa empezara un poco antes y lo
hubieran tuneado también a él, creando una dictadura al menos estéticamente alegre, porque cítrica
ya era)
En aquel escobero jugaba con mis hermanos a lo que nosotros
llamábamos
“el ascensor”. Éramos
así de simples y llamábamos a las cosas por su nombre.
Se trataba de asumir distintas personalidades para hacer como que subíamos y bajábamos de
piso en un ascensor y aunque no lo parezca esto puede ser muy divertido para
una niño .Delante de la puerta del escobero esperaba cada uno, siempre de uno en uno y por turnos, con su maletín de
hombre de negocios o sus bolsas de la compra, y hasta yo que tanto reniego de
los zapatos de tacón, me ponía entonces los de mi madre, me hacía con algo
parecido a un bolso y me pintaba los morros, para encarnar perfectamente mi
papel de "señora que sube y baja en ascensor”. El ascensor iba parando por
distintos pisos y recogiendo a los otros dos vecinos y entonces comenzaban las
conversaciones de género ascensoril con declaraciones muy dignas del tipo: “parece
que va a llover” “Uy cómo ha crecido su hija” “¿a qué piso va?” todo acompañado
de gestos que habíamos visto hacer a los
mayores en el ascensor, como mirar distraídamente al techo del habitáculo para
hacer tiempo, o hacer puñetas con las manos. No había luz en aquel escobero así
que, nunca supe qué gestos hacían mis hermanos, pero sí recuerdo los que hacía
yo y así en la oscuridad más absoluta estábamos los tres como los tres cerditos
hasta que dábamos viaje y conversación
por finalizados o hasta que nos faltaba el oxígeno y hacíamos una salida de
emergencia a lo estampida de corcho de champán y mi madre se encontraba con
tres cerditos medio asfixiados en el suelo de la cocina.
El ascensor tenía combinaciones infinitas; a veces
imitábamos a nuestros vecinos de verdad: mis dos debilidades eran por este
orden, la segoviana y la gorda del primero, que nos daban mucho juego; la
primera por sus andares de soldado del ejército ruso y la segunda por la
incompatibilidad de sus dimensiones con las de nuestro ascensor. Debía de ser
muy divertido porque mi madre, llegados
a este punto colaboraba con la cosa, dejando de pelar patatas y metiéndome los
cojines del sofá debajo del jersey para dar realismo a mi interpretación
de la gorda del primero, y con esto,
lejos de lo que puedan pensar las mentes políticamente correctas que son por lo
general las más retorcidas, yo hacía reír
al prójimo tanto como a mí misma.
El ascensor se convertía a veces en cohete de cristal y el
cohete de cristal en un sarcófago egipcio donde envueltos en una manta desde
los hombros hasta los pies hacíamos de Tutankamon por turnos. El
tutankamon esperaba a ser descubierto
sin que le diera la risa y mirando al infinito como atravesando la puerta de
melamina con los ojos. Ser por un rato Tutankamon en su sarcófago y sentir lo que siente un muerto cuando sabe que es un muerto ilustre, es algo que no puedo
explicar con palabras. Fuimos pioneros en sepultar tutankamones con
escoba y recogedor, porque el más
allá se merecía estar tan limpio por fuera como nuestras almas de cerdito lo
estaban por dentro.
Parezca lo que parezca desde el presente , no estábamos en
una cocina, ni en un escobero. Nosotros estábamos muy lejos de las
preocupaciones grises de los hombres.
Por aquella época, hice creer a mis hermanos que desde el altillo de la despensa se
accedía a un piso secreto que estaba
lleno de juguetes. Les aseguraba que desde antes de que ellos nacieran y por
una especie de gracia divina que me había sido concedida solo por el hecho de
haber nacido yo primero, tenía acceso al
paraíso . Esta bola gordísima se la creyeron mis hermanos, que, aprovecho para
decirlo, eran más listos que la media y también más listos que yo, y estoy
segura de que sabían que los engañaba pero la verdad es que molaba creer en el
paraíso de los juguetes. Yo también acabé creyendo mi propia trola y durante
años cuando entrábamos en la despensa mirábamos la puerta del altillo, ellos me
pedían que les contara otra vez lo que había allí arriba, yo ponía cara de
hacer memoria y les largaba un inventario que hubiera dejado fulminado a
cualquier Onassis ,procurando no dar al asunto ninguna importancia lo que multiplicaba su fascinación:”Hay una bañera llena de micro machines, doce cajas de legos que incluyen
navieros petroleros y helicóteros con helipuerto, un set de caballeros del
Zodiaco, un scalextric de tres pisos con pasos a nivel y cinco pistas, muebles
con cajones llenos de peta zetas y conguitos que nunca se acaban porque se auto-reponen por arte de
magia, dos futbolines, un billar americano, media docena de flotadores de tortugas
Ninja, montañas de Tente -el juego inteligente-, una colección de coches
teledirigidos, una pecera llena de canicas y canicones, una cama elástica para
hacer saltos mortales, un
supercinexin -el cine sin fin- “ en el inventario incluía sobre la marcha
cosas que ellos querían “- ¿ y no hay dardos?” “- uy , sí, se me olvidaba! Hay
miles de dardos y dianas de todos los tamaños…"
El paraíso de los juguetes se encogía y se estiraba según
nuestras necesidades. No quiero recordar dónde no estábamos cuando sí estábamos en los espacios siderales de la fantasía: sitios
ergonómicos, infinitos, elásticos, escondites exclusivos y salvadores de la
realidad porque la realidad siempre es excesiva. (Esta es otra máxima que digo
yo y que pasará a la historia como si fuera un proverbio chino).
No quiero imaginarme tampoco dónde estaba mi hermano Mario
el día que fue a comprar un pollo y volvió con un conejo, aquel día en que mi
madre mirándole a los ojos le pidió por favor que bajara a comprar un pollo: "uno grande, hijo, sólo te mando una cosa para que no te despistes, escúchame
bien: un pollo, que tú andas en babia y eres capaz de traerme un conejo” muy
lejos y muy bajito, escuchó mi hermano el final de la frase “cooneejooo, cooneeejooo”
y trajo un conejo. Chachi. Bienaventurados los que van a comprar un pollo y
traen un conejo, porque de ellos será el reino de los cielos y en los cielos podrán volar aunque ryanair suba sus tarifas y podrán dejar allá abajo, con sus dioses omnipotentes de la razón, a los
grises con sus grisuras y sus consejos, ocupando “extensiones de materia
existente sentados a la derecha del Padre o en la cola del British Museum porque nunca querrán ver tutankamones
vivos metidos en un ascensor.