viernes, 14 de diciembre de 2012

Las tiendas de mi barrio

                             

                                                  

Para hablar de las tiendas de mi barrio quería yo empezar con una cita, porque una cita en un blog da un aire de superioridad intelectual que deja a los lectores bastante patidifusos, con la certeza de que están leyendo cosas indiscutiblemente inteligentes, pero les diré que hasta para citar a otros hay que valer y que para poder dejar patidifusos a los lectores primero hay que tenerlos.
Yo no he conseguido recordar si es Pablo Neruda el que habla de las tiendas de Temuco, o si no era Temuco y sí era Valparaíso; pero en una de esas ciudades las ferreterías no se llamaban ferreterías, porque en la puerta había un martillo gigante que anunciaba las cosas sin tener que nombrarlas; esto quedó en la memoria del pequeño Neruda y conformó su imaginario infantil: una bota roja, una olla, una arado, un martillo. Ustedes saben igual que yo del gusto que se experimenta con las evocaciones de la infancia: unas pertenecen al inconsciente colectivo, como el envoltorio rosa del pastelito de la pantera rosa, no me lo vayan a negar, y la mismísima capa rosa de fondant industrial del pastelillo, como no me negarán su secreta fascinación por un bollito de gama cromática tan delicada y la suerte de su dueño, un héroe, al que no privaban de consumir “esas marranaditas industriales”.
Las evocaciones personales no merecen un aprecio menor, y aquí tendría que citar a Proust para acabar de ganarme un trocito de la madalena de la confianza de gafosos provincianos, pero tampoco lo voy a hacer. Soy una chica de barrio y en mi barrio no se habla de Proust ni falta que nos hace.

Había en mi calle una pollería donde íbamos con mi madre a comprar, no sólo pollos, si no también huevos: había huevos morenos y huevos blancos y recuerdo que jamás se mezclaban; no compartían ni cartón ni estantería y nunca entendí el por qué de semejante segregación racial. La pollería tenía un desagradable olor dulce y el pollero que era un hombre relativamente joven se pavoneaba por la tienda intentando impresionar a las clientas con chistes que los niños no entendíamos pero que provocaban mucho jolgorio. Recuerdo los pollos cuando eran pollos enteros, muertos, con su cabeza colgando, su cresta roja y recuerdo las uñas de sus patas con piel de dinosaurio, sus ojos vueltos al cielo. Yo no quería ver a mi madre entre aquellas mujeres de risa tonta.
Dejamos de ir a la pollería el día en que antes de atendernos, el pollero entró en el baño para aliviar necesidades irrefrenables, y dejó la puerta abierta, su silueta a la vista, y salió de allí sin lavarse las manos, a prepararnos unas pechugas que nunca comimos porque mi madre le hizo saber de su tamaña categoría porcina a pesar de que su verdadera vocación era la de gallo de corral. Fue un doble alivio para nosotros; aquel hombre odiaba los niños pero no los escotes de sus madres y cuando las madres le reían la gracia, los niños, al menos yo, sentíamos una extraña sensación de desamparo.
A escasos quince metros estaba la droguería Carrasco. Las droguerías en menos de diez años serán negocios extintos, y los humanos del futuro solo sabrán de ellas por nuestros relatos que a modo de vestigio darán fe de su existencia. La droguería Carrasco se cerró hace quince años pero su dueña nunca desmanteló la tienda ni el escaparate, que sigue ahí desafiando al tiempo como esas momias de santos que mantienen sus cuerpos incorruptos en el Vaticano. Si yo quisiera deprimirme aposta, con baja psiquiátrica y todo, solo tendría que aplastar la nariz un buen rato delante del escaparate de la droguería Carrasco, donde en medio de un cementerio de moscas patas arriba, todavía se mantienen en pie varias torres con bombos de “Luzil superconcentrado: limpieza más profunda sin agua caliente”, esas cajas cilíndricas de detergente donde todos los niños guardábamos los juguetes cuando por fin estaban vacías. La Carrasco vendía horquillas clásicas y de moño para pelo rubio y para pelo negro, papel higiénico de El elefante, cuya textura no lo hacía higiénico ni apto para el uso de ningún culo humano, había sido concebido más bien -como su propio nombre indica- para limar los juanetes a los paquidermos. Se vendían escobas enteras, palos de escoba, pelos de escoba, fregonas, orinales y colonias a granel para hombre y para mujer. Media docena de colonias baratas a las que olía todo el barrio. Nada de "O de tualet" ni de frascos refinados, ni de francesas con piernas largas correteando por la Torre Eiffel.. El verdadero perfume era un lujo tan desconocido como Proust, pero a cambio teníamos otros alicientes: recuerdo con mucha risa cómo disfrutaba mi amiga Raquel cada vez que iba donde la Carrasco a rellenar un frasco de colonia: le decía, “doscientos cincuenta mililitros de Gotas de Maifer” y aquella mujer sacaba el embudo con mucha parsimonia mientras Raquel me miraba maliciosamente y, le preguntaba si eran gotas de maifer auténticas, es decir gotas de my fair lady, y recalcaba mucho la palabra lady. La Carrasco que era una mujer aturdida por naturaleza, nos miraba desde el fondo de unas gafas, con la misma vehemencia que tienen los lenguados sobre los helechos de la pescadería. Y desde el fondo de aquellos ojos nublados, parecía confusa, antes de dar fe de la autenticidad de aquella colonia.
Íbamos donde la Carrasco, preferiblemente sin dinero suelto y con un billete, porque era gangosa y hacía las cuentas en voz alta sobre un papel de estraza, sin calculadora y aquel espectáculo de pronunciación de números era a veces lo más divertido que nos ofrecía la tarde.
Justo debajo de casa había una chatarrería donde mis hermanos se gastaban la propina del domingo. Mis hermanos eran mentes científicas iluminadas con ansias de investigación precoz hasta el punto de sacrificar las propinas de los domingos, que los demás niños gastábamos frugalmente en un kiosco, para invertir en aparatos rotos: el chatarrero se convirtió en uno más de sus amigos al que trataban de igual a igual y viceversa: ellos lo trataban a él como un niño, él los trataba a ellos como unos chatarreros, de manera que habían asumido todos su condición de niños-chatarreros.
La chatarrería era un local bastante pequeño, con una puerta de garaje que salvo en el invierno estaba siempre abierta, lo que permitía al chatarrero avisarnos de cualquier nueva adquisición útil para los inventos cuando volvíamos del colegio.
Las basuras más preciadas por mis hermanos eran los electrodomésticos con motor, como los exprimidores de zumo o las batidoras, que tras misteriosas sesiones a puerta cerrada en su habitación, convertían en coches teledirigidos, helicópteros que volaban y otros objetos danzarines no identificables, todos enigmáticos y preciosos, ante los que el mismísimo Leonardo da Vinci se hubiera quitado el sombrero.
Aquel hombre llamaba la atención de mis hermanos susurrando desde un rincón de la tienda como si fuera un gángster de Chicago. Yo quedaba al margen de aquel tráfico de morralla, que se hacía por otra parte en un lenguaje para mí criptográfico y vigilaba en la puerta, mientras dentro se hablaba de dinamos, engranajes, bobinas y rodamientos, o se daba el milagro de una idea genial que era celebrada con gritos de emoción.
Recuerdo la cara sucia del chatarrero. No sus manos que necesariamente tenían que estar sucias. Tenía la cara sucia y una mirada triste, como si se maquillara por las mañanas para interpretar a un personaje de Dickens en versión española. Imaginaba yo su vida como una suerte de desgracias encadenadas, cuyo único consuelo era el júbilo de proporcionar piezas de lavadora a dos niños inventores. Seguro que me equivocaba.
Había en mi barrio dos mercerías, siempre atiborradas de señoras, cuando la costura no era un pasatiempo con las connotaciones de distinción y hipismo de ahora. Las mujeres cosían por gusto pero también porque había que dar solución a los agujeros de los calcetines. Esto es así de prosaico, y en el fondo, no tan malo como parece porque un calcetín cosido inspira mucha más pena y más ternura que un calcetín nuevo fabricado en China sin abuelas ni madres que velen por su salud.
La mercería con sus estantes, sus cajitas de botones meticulosamente colocadas y distinguidas por su botón pegado en el frontal, sus espirales de lazos dispuestos por colores y tamaños nos devolvía el orden de un mundo que no existe, pero que todos querríamos inventar; se daba allí dentro el milagro de una armonía cósmica que desde luego no encontrábamos ni en nuestras casas ni en el patio del colegio y a mí me gustaba pensar, en la cúspide de mis aspiraciones vitales, que algún día estaría yo del otro lado del mostrador, convertida en la reina de aquella sociedad tan jerárquica de cajas , despachando corchetes, deliciosos cartoncillos con familias de agujas de apellido “hand sewing needle”, canutillos para las máquinas de coser, dedales para dedos pequeños y delicados y también para dedos morcillosos, cremalleras, tizas planas para patrones, agujas de ganchillo con casco de caballero medieval y enhebradores acuñados con la cara dorada de la la Reina Madre. Un paraíso donde yo pudiera ser la reina incluso de aquella reina británica tan fina, en un universo cortés y silencioso. Y soñaba yo con el arte de contar y envolver media docena de botones, que sonaran como dados de parchís.
Llevo mucho contado y hemos recorrido sólo doscientos metros en una sola calle y no querría yo que se vayan de mi barrio sin conocer la librería-papelería Goyo, que es en realidad lo único que me interesaba cuando empecé a escribir esto.
La librería Goyo representaba el súmmum de la diversión para mi amiga Raquel y sus hermanos a los que dios dotó de un agudo sentido del humor que siempre admiré.
Los dueños del negocio eran un hombre y una mujer mucho más amables de lo que cabe esperar de un dependiente de Valladolid, que como todos sabemos, tiende a perdonar la vida a los clientes. Los dueños de la librería Goyo, no eran muy listos, pero tenían una cordialidad y una sonrisa de piñón fijo que era sin duda la clave de su éxito comercial.
Mi amiga Raquel y sus hermanos iban a la librería con afán meramente lúdico; se dedicaban a pedir cosas imposibles que inventaban sobre la marcha: compases de hacer cuadrados, pliegos de papel escatológico, gomas de borrar huellas, acuarelas para daltónicos, calculadoras para zurdos, o libros con títulos inventados o de falsa autoría como “Historia de un ascensor” de Buero Vallejo, “El sombrero de dos Picos” de Gloria Fuertes,o “La historia terminada” que hacían pasar por la segunda parte de “La historia interminable”.
Aquellos dos dependientes tan amables nunca sospecharon nada; entraban en el almacén a buscar todas las barbaridades que les pedían y salían muy apesadumbrados por no poder satisfacer nuestras demandas. Decían; -ya lo siento, hijo, pero dime cómo se escribe y yo se lo pido al proveedor: pa-pel-es-ca-to-lo-gi-co, muy bien, pásate la semana que viene.
Era difícil aguantar la risa hasta que uno salía y daba la vuelta a la esquina. ¡Cuánto admiré a los hermanos de Raquel por aquellas invenciones delirantes!

Las cosas eran así en mi barrio cuando no existía el Río Shopping, que es un macrocentro comercial de diez kilómetros de perímetro que han puesto en mi ciudad y que causa un auténtico furor ovino: porque nos gusta ser carne de cañón del entramado económico liberal, y porque nos gusta vagar en la masa amorfa donde va vicente y perder la tarde del sábado en un piso y luego en otro, y pararnos a hacer una foto con el móvil a un ser humano disfrazado de hamburguesa gigante con queso, y ver niños que berrean de aburrimiento, de aturdimiento, de estar encerrados en mini guarderías comerciales. Nos gusta pasear por los estantes asépticos de zara, que no conocieron cajitas con botones ni dedales de talla grande y nos gusta escuchar un remix de Shakira durante horas para salir de allí con la cabeza como un bombo.
Todo esto nos encanta. Nos encanta que saquen partido de nuestra imbecilidad. Nos gustan las dependientas jóvenes con la sonrisa forzada y uniforme de la talla treinta y seis que trabajan doce horas por un sueldo infame, aunque no dominen el arte del cálculo mental gangoso ni puedan soñar nunca con la reencarnación de batidoras en helicópteros por medio de un chamán chatarrero disfrazado de Oliver Twist. Nos gusta que nos hable la manga de la gasolinera y nos diga “Buenos días: está usted repostando Gasóleo B”. Nunca más volveremos a inventar compases de hacer cuadrados, porque cuadrada ya tenemos la cabeza, y porque nos mola el pensamiento único, como nos mola encarnar con nuestra tontuna el símbolo de la decadencia de Occidente entero, aunque no sepamos, ni falta que nos hace, lo que significa esta frase.

domingo, 28 de octubre de 2012

Las orejas de las niñas



"En efecto, aquí se tratará sobre el poder, indirecta pero obstinadamente. La "inocencia" moderna habla del poder como si fuera uno…Pero ¿y si el  poder fuera plural, como los demonios?
( ...) Adivinamos entonces que el poder está presente en los más finos mecanismos del intercambio social: no sólo en el Estado, las clases, los grupos, sino también en las modas, las opiniones corrientes, los espectáculos, los juegos, los deportes, las informaciones, las relaciones familiares y privadas, y hasta en los accesos liberadores que tratan de contestarlo"

                                                                                                       ROLAND BARTHES

El señor y la señora Golondrino tuvieron un bebé. Como todos los recién nacidos, aquel ser humano en miniatura era encantador. Sus padres pudieron comprobar que el niño venía perfectamente equipado de serie; que tenía dos piernas y dos brazos, dos preciosos ojos orientales, y que sus manos estaban cerradas en un puño lleno de arrugas, de donde asomaban simpáticos deditos perfectamente fabricados. El bebé Golondrino tenía unos labios perfilados mucho más bonitos que los de sus padres y dos orejas como dos obras maestras de la ingeniería genética, diseñadas pliegue-va-pliegue-viene con tal armonía que parecían cinceladas por los mismísimos ángeles. Unas orejas tan bonitas -decía la mamá golondrino, como si su hijo pudiera comprenderla- sólo deberían escuchar cosas sublimes, como la novena sinfonía de Beethoven, las danzas húngaras de Brahms o por qué no, los grandes éxitos de Chiquetete.
Tan felices estaban el señor y la señora Golondrino que se olvidaron de pedir a las matronas que agujereasen el frenillo y las orejas del bebé cuando salieron del hospital. La abuelas Golondrino estaban muy nerviosas con el despiste porque temían que sin un piercing en el frenillo y sin pendientes, todo el mundo pudiera creer que su nieto era una niña, y todos sabemos que una confusión de género es crucial, tremebunda y ofensiva.
Algunos eruditos metomentodo piensan que agujerear las orejas y el frenillo de los bebés varones es una costumbre salvaje que puede atentar contra la salud de la criatura, y que además con esto no se está respetando su derecho a elegir libremente con qué y cómo querrá adornar su cuerpo cuando sea mayor si es que quiere adornarlo. Hay incluso quien se atreve a afirmar que “cualquier agresión contra la integridad corporal es una lesión corporal, también los agujeros en el frenillo y en las orejas” o incluso, se ha llegado a oír de boca de intelectuales europeos que sólo en los países más atrasados de la comunidad se siguen llevando a cabo este tipo de brutales costumbres. Se escuchan todo tipo de tonterías sobre el tema, sin olvidar  la opinión de algunos tarugos integristas de la igualdad que consideran ésta una práctica sexista. ¡No pretenderán que pongamos pendientes a las niñas!
Bobadas, bobadas y bobadas.
Poner un piercing en el frenillo y los pendientes a un bebé varón es una tradición y punto. No se entiende por qué son más respetables las tradiciones de otras culturas que las nuestras: los hombres jirafa de la tribu Karen de Tailandia alargan su cuello poniéndose gruesos collares, igualmente la tribu de los Mursi en Etiopía lucen platos de arcilla incrustados en sus orejas y en sus labios, los judíos circuncidan a sus hijos y durante más de mil años en China se tenía por costumbre vendar los pies de los niños varones.  ¿Por qué tanto escándalo cuado nosotros sólo hacemos un par de agujeritos por aquí y por allá, teniendo en cuenta que el daño es mínimo si lo comparamos con el capricho de pies de ”flor de loto” de un padre chino?. Las tradiciones son tradiciones y si se perdieran ya no serían tradiciones (esto es un conocidísimo proverbio de Ana Botella, aplicable a la tauromaquia, la santa inquisición o las uvas de nochevieja) porque en nuestro país las tradiciones adquieren la categoría de argumentos por sí mismos y no hay por lo tanto nada cuestionable en base al sentido común.
Pero además de la tradición hay numerosos argumentos para seguir practicando el troquelado en el cuerpo de los niños: nuestro bebé varón, crecerá y se acabará poniendo un piercing en el frenillo de todas las maneras, y entonces nos agradecerá que le hayamos dado el trabajo hecho. Los gustos ornamentales de nuestro futuro adolescente son totalmente previsibles poniendo una pecera boca abajo y usándola como bola de cristal. Este método adivinatorio es casi infalible. Pero en caso de desacierto y si nuestro hijo nos echa en cara los boquetes que hicimos en su cuerpo  sin permiso, siempre podremos arreglarlo con un par de collejas para que no olvide que es nuestro hijo, y que hacemos con él y de él lo que nos da la gana, pues al igual que el coche, la tele de plasma o el sofá decidimos si le cambiamos el aceite, si le ponemos tapicería de leopardo del Serengueti o un piercing en el frenillo. Hay que ejercer el derecho a la propiedad, sobretodo con los varones.
Todo esto pensaron los señores Golondrino cuando llevaron  a su hijo Gerardo al hospital de nuevo para que una matrona con nocturnidad y alevosía agujereara clandestinamente las orejas del niño, al que colocaron un tribal en el frenillo y dos pendientes de oro amarillo y circonitas con forma de oso panda trinchando bambú.
La abuelas Golondrino gritaban de contentas: ¡qué guapo!, ¡qué hermosote!, ¡qué aspecto de caudillo!, ¡parece un feriante!, ¡un tratante!, ¡un quincallero!, ¡un golondrino auténtico!, ¡un ternero numerado! Todos los Golondrino se fueron a celebrar el iniciático ritual  de Gerardo comiendo calamares, se olvidaron de Beethoven, de Brahms  y de que las orejas sirven para escuchar cosas bonitas así que subieron  el volumen a Chiquetete hasta dejar sorda a la criatura, que no entendía qué hay de tan malo en ser varón y lloraba con lágrimas de niño lo que hubiera querido defender con la palabra que se niega a un ternero numerado.

jueves, 4 de octubre de 2012

La inmoralidad de la obediencia




Iba el otro día Mariano Rajoy paseando por las Sexta Avenida más chulo que un ocho mientras fumaba un puro casi tan añejo como él. Los titulares de los periódicos decían “la ajetreada agenda de Mariano Rajoy en Nueva York también dejó espacio para el relax”. Mientras su cohíba se iba consumiendo calentito, anunciaba la congelación del sueldo de los funcionarios y hablaba de los sacrificios que teníamos que hacer todos unilateralmente y de forma equitativa para salir de la pobreza.
Antes de ir a almorzar al restaurante japonés más caro de la Gran Manzana manifestó a la prensa su repulsión sobre esas minorías perrunas con rastas y piojos que rodeaban el congreso el 25 S, unas pocas tribus de gentucilla sin oficio ni beneficio que no representan a la mayoría de los españoles, porque “la mayoría de los españoles no se manifiesta, no sale en las portadas de la prensa y no abre los telediarios” “son la inmensa mayoría de los 47 millones de personas que (sobre) viven en España y si ellos están a la altura de la gravedad del momento que vivimos, todos debemos estarlo.”
Tiene usted razón, señor Rajoy. Hay españoles que aceptan con gusto incomprensible casi todo lo que les echen: los hay capaces de hacer reverencias con genuflexiones goyescas y besamanos a un rey que se divierte haciendo cacerías de elefantes en Botsuana, porque piensan que seguramente merece un relax por ser su agenda tan apretada como la de Rajoy en Nueva York y el trabajo de ambos más importante que el de cualquier trabajador de una cadena de montaje o de un maestro de escuela. Hay españoles que pueden ver cómo se va desahuciando a las familias mientras pagan con sus impuestos el rescate de los mismos bancos que son la causa del desahucio,  los hay que pueden asistir al endiosamiento oficial de corruptos a los que nunca se echará de sus casas ni pasarán por un juzgado, españoles que  vegetan mientras muere por inanición su sanidad y su educación . Los hay que un delirio de linaje vetusto o borbónico llaman a sus hijos Cayetana y Froilán.
Por una vez, repito, tiene usted razón: hay españoles con cuajarones en las venas que aceptarían el derecho de pernada con igual docilidad, y puestos a reconocer su condición de siervos serían incluso capaces de ver, sin inmutarse, un telediario en el que su presidente anuncia recortes fumando cohibas en la Gran Manzana mientras se llena la boca con expresiones como “sacrificio” “esfuerzos unilaterales y equitativos”.
Es imposible entender tanta mansedumbre cuando abrimos el frigo y no tenemos nada para comer, cuando no tenemos tampoco nada para comprarlo, cuando ni siquiera nos han dejado un pollo de corral vivo para poder cambiarlo por un conejo, cuando no tenemos ni trabajo, ni casa, ni comida, ni derechos, cuando no tenemos nada e incluso cuando no tenemos nada que perder. Pero si pensaban que el colmo del insulto es nuestra actual realidad en sí misma , les diré que nuestro verdugo nos pide además obediencia y que dicha obediencia nos la presupone a casi todos los españoles. Y por aquí yo ya no paso.
La obediencia, esa virtud de los niños atontados y de los militares, es también la vileza que envuelve los manuales de urbanidad femenina, el testaferro de los delatores y de los lameculos. De obediencia están hechos los peores capítulos de nuestra Historia, querido señor, en España ya no pueden ser obedientes ni los tontos, porque hasta ellos tienen sentido de la dignidad. Y quiera usted verlo o no, también hay gente harta de tanta injusticia y de la desfachatez con que se aplica, ya sin ningún disimulo.
Con o sin rastas y al margen de preceptos divinos, hay quien distingue lo que está bien de lo que está mal, igual que distingue la verdad de la mentira: el principal problema del país ya no es el económico, sino el oportunismo de élite, que llama medidas de austeridad “unilaterales y equitativas” a lo que yo llamo meternos debajo del yugo y clavarnos las flechas.
Queridos siervos de la gleba, gente de bien, no todas las ideas merecen obediencia. Los grandes hitos de la justicia y la igualdad no se han conseguido siendo obedientes. Esta es una verdad como un piano aunque no se enseñe en catequesis.
Y ahora que he dejado claro de qué lado estoy sin que usted dueño y señor , como dice mi querido Almodóvar, se apropie de mi silencio, ya puede quemarme en la hoguera, con esas minorías perrunas y piojosas. Pero eso sí, dejadme ay, que yo prefiera la hoguera, la hoguera… que es un asunto muy delicado el de la pena capital.

sábado, 28 de julio de 2012

Revolución y transparencia


Serrada reabre su enésima edición del día del espantapájaros y nosotros, como devotos que somos de esta histórica fiesta y de toda manifestación friki, no perdemos la oportunidad de crear a este entrañable ser, aunque invisible, construido todo él con botellas de agua ahora vacías.
Este hijo que hemos traído al mundo ya traslúcido, liviano y con el horizonte torcido, perdió antes de nacer por este orden: la mano derecha (gracias a dios), escuela, hospital, vacunas, medicinas, la extra de navidad, el trabajo, el subsidio por desempleo, la osamenta, y la corbata que le fue recortada con tijeras y saña por un gavioto bizco con ínfulas de vizconde.
 Esta criatura de esencia cristalina, que por razones morfológicamente obvias nunca podrá  arrodillarse como un siervo, va a dar mucho la lata, preserva su dignidad envasada al vacío y en consecuencia  no va a cerrar el pico ni va  a bajar el puño porque "Cuando la dictadura es un hecho, la revolución se convierte en un derecho". Esto lo dijo un afamado francés que sabía de espiritismos, y de miserables pero sobre todo de revoluciones que es la especialidad gabacha más guay, después del queso camembert. Sé que llegarán tiempos mejores; cuando a magnates, tiranos, autócratas, caciques y  ambiciosos sin escrúpulos, les pese tanto la conciencia en los bolsillos que se les afloje la goma del calzoncillo( la rima es inevitable) y enseñen, no los dientes de ahora, sino sus culos fofos  y atocinados por la gula. Culos con pretérito imperfecto y sin futuro que ya nadie querrá besar. Ese día glorioso seguiremos bailando como baila ya nuestro hijo transparente cuando sopla el viento y sus patas de botella de agua, pero sin agua, suenan a marimba.

jueves, 19 de abril de 2012



LUGARES PARA NO ESTAR


El día que me decida a escribir mi biografía en términos tradicionales, tendré que hablar  de los espacios que ocupé: la ciudad donde nací, la casa de mi infancia, el pueblo donde pasaba las vacaciones, la cuadra donde miraba ordeñar a mi abuelo. Hablaré de la textura del banco paticorto de madera donde él se sentaba, de la bondad que hay en las pestañas rizadas de las vacas, de los prados de Cantabria y de mis paseos al estilo la dama de las camelias  por el  Parc Beaumont . Llenaré las páginas con datos de coordenadas geográficas para el regocijo de los técnicos, y  tendré mucho que contar por los espacios que habité, para el regocijo de los no tan técnicos. Aunque la verdad es que mi vida al lado de la de Ana Obregón no tiene mucho interés. Es lo que tiene este país; si eres Ana Obregón o el Vaquilla la gente se interesa mucho por tu vida y los directores de cine se pegan por hacerte una película.
Algún día, escribiré mi biografía, tenga o no público, me hagan o no película.
 Pero hoy voy a hacer un repaso a los espacios que me habitan, que viene a ser el camino contrario: un viaje reversible a dimensiones más introspectivas pero no menos interesantes, porque la palabra  espacio tiene en español quince acepciones  y en la más genérica dicen los repeinados de la RAE  que es “la extensión que contiene la materia existente”.Hay que leerlo varias veces para que los significantes “extensión" y “materia” remitan a algún significado y poder llegar luego a la conclusión de que  es espacio tanto, la longitud de una butifarra como la del sueño de una noche de verano, y esto lo defiendo yo porque me da la gana. Estoy convencida de que no saben mucho más sobre las dimensiones espacio-temporales los físicos cuánticos y los repeinados de la RAE que los malos alumnos y  cada uno tiene derecho a perderse en la dimensión que prefiera.
Me viene a la memoria, el armario escobero de la cocina de mi madre; que durante años fue para nosotros un ascensor. Aquel escobero era  de melamina marrón, muy proletario y muy sobrio  pero bien podría haber tenido estampaciones de burbujas de jabón a punto de explotar o  geometrías  psicodélicas al estilo de la naranja mecánica, porque así era el contexto decorativo de la Transición; una vez muerto Franco les dio por tunearlo todo y abusar de los colores cítricos. (Hubiera molao  mucho  que la cosa empezara un poco antes y lo hubieran tuneado también a él, creando una dictadura  al menos estéticamente alegre, porque cítrica ya  era)
En aquel escobero jugaba con mis hermanos a lo que nosotros llamábamos
 “el ascensor”. Éramos así de simples y llamábamos a las cosas por su nombre.
Se trataba de asumir distintas personalidades  para hacer como que subíamos y bajábamos de piso en un ascensor y aunque no lo parezca esto puede ser muy divertido para una niño .Delante de la puerta del escobero esperaba cada uno, siempre  de uno en uno y por turnos, con su maletín de hombre de negocios o sus bolsas de la compra, y hasta yo que tanto reniego de los zapatos de tacón, me ponía entonces los de mi madre, me hacía con algo parecido a un bolso y me pintaba los morros, para encarnar perfectamente mi papel de "señora que sube y baja en ascensor”. El ascensor iba parando por distintos pisos y recogiendo a los otros dos vecinos y entonces comenzaban las conversaciones de género ascensoril con declaraciones muy dignas del tipo: “parece que va a llover” “Uy cómo ha crecido su hija” “¿a qué piso va?” todo acompañado de gestos  que habíamos visto hacer a los mayores en el ascensor, como mirar distraídamente al techo del habitáculo para hacer tiempo, o hacer puñetas con las manos. No había luz en aquel escobero así que, nunca supe qué gestos hacían mis hermanos, pero sí recuerdo los que hacía yo y así en la oscuridad más absoluta estábamos los tres como los tres cerditos hasta que  dábamos viaje y conversación por finalizados o hasta que nos faltaba el oxígeno y hacíamos una salida de emergencia a lo estampida de corcho de champán y mi madre se encontraba con tres cerditos medio asfixiados en el suelo de la cocina.
El ascensor tenía combinaciones infinitas; a veces imitábamos a nuestros vecinos de verdad: mis dos debilidades eran por este orden, la segoviana y la gorda del primero, que nos daban mucho juego; la primera por sus andares de soldado del ejército ruso y la segunda por la incompatibilidad de sus dimensiones con las de nuestro ascensor. Debía de ser muy divertido porque  mi madre, llegados a este punto colaboraba con la cosa, dejando de pelar patatas y metiéndome los cojines del sofá debajo del jersey para dar realismo a mi interpretación de  la gorda del primero, y con esto, lejos de lo que puedan pensar las mentes políticamente correctas que son por lo general las más retorcidas, yo hacía reír  al prójimo tanto  como a mí misma.
El ascensor se convertía a veces en cohete de cristal y el cohete de cristal en un sarcófago egipcio donde envueltos en una manta desde los hombros hasta los pies hacíamos de Tutankamon por turnos. El tutankamon  esperaba a ser descubierto sin que le diera la risa y mirando al infinito como atravesando la puerta de melamina con los ojos. Ser por un rato Tutankamon en su sarcófago  y sentir lo que siente  un muerto cuando sabe que es  un muerto ilustre, es algo que no puedo explicar con palabras. Fuimos pioneros en sepultar  tutankamones  con   escoba y  recogedor, porque el más allá se merecía estar tan limpio por fuera como nuestras almas de cerdito lo estaban por dentro.
Parezca lo que parezca desde el presente , no estábamos en una cocina, ni en un escobero. Nosotros estábamos muy lejos de las preocupaciones grises de los hombres.
Por aquella época, hice creer a mis hermanos  que desde el altillo de la despensa se accedía a un piso secreto  que estaba lleno de juguetes. Les aseguraba que desde antes de que ellos nacieran y por una especie de gracia divina que me había sido concedida solo por el hecho de haber nacido yo primero,  tenía acceso al paraíso . Esta bola gordísima se la creyeron mis hermanos, que, aprovecho para decirlo, eran más listos que la media y también más listos que yo, y estoy segura de que sabían que los engañaba pero la verdad es que molaba creer en el paraíso de los juguetes. Yo también acabé creyendo mi propia trola y durante años cuando entrábamos en la despensa mirábamos la puerta del altillo, ellos me pedían que les contara otra vez lo que había allí arriba, yo ponía cara de hacer memoria y les largaba un inventario que hubiera dejado fulminado a cualquier Onassis ,procurando no dar al asunto ninguna importancia  lo que multiplicaba  su fascinación:”Hay una bañera llena de micro machines, doce cajas de legos que incluyen navieros petroleros y helicóteros con helipuerto, un set de caballeros del Zodiaco, un scalextric de tres pisos con pasos a nivel y cinco pistas, muebles con cajones llenos de peta zetas y conguitos que nunca  se acaban porque se auto-reponen por arte de magia, dos futbolines, un billar americano, media docena de flotadores de tortugas Ninja, montañas de Tente -el juego inteligente-, una colección de coches teledirigidos, una pecera llena de canicas y canicones, una cama elástica para hacer saltos mortales, un  supercinexin -el cine sin fin- “ en el inventario incluía sobre la marcha cosas que ellos querían “- ¿ y no hay dardos?”  “- uy , sí, se me olvidaba! Hay miles de dardos y dianas de todos los tamaños…"
El paraíso de los juguetes se encogía y se estiraba según nuestras necesidades. No quiero recordar dónde no estábamos cuando sí estábamos en los espacios siderales de la fantasía: sitios ergonómicos, infinitos, elásticos, escondites exclusivos y salvadores de la realidad porque la realidad siempre es excesiva. (Esta es otra máxima que digo yo y que pasará a la historia como si fuera un proverbio chino).
No quiero imaginarme tampoco dónde estaba mi hermano Mario el día que fue a comprar un pollo y volvió con un conejo, aquel día en que mi madre mirándole a los ojos le pidió por favor que bajara a comprar un pollo: "uno grande, hijo, sólo te mando una cosa para que no te despistes, escúchame bien: un pollo, que tú andas en babia y eres capaz de traerme un conejo” muy lejos y muy bajito, escuchó mi hermano el final de la frase “cooneejooo, cooneeejooo” y trajo un conejo. Chachi.  Bienaventurados los que van a comprar un pollo y traen un conejo, porque de ellos será el reino de los cielos y en los cielos  podrán volar aunque ryanair suba sus tarifas y podrán dejar  allá abajo, con  sus dioses omnipotentes de la razón,  a  los grises con sus grisuras y sus consejos, ocupando “extensiones de materia existente sentados a la derecha del Padre o en la cola del British Museum porque nunca querrán ver tutankamones vivos metidos en un ascensor. 

jueves, 26 de enero de 2012

Y Dios creó a la matrioska

(Reinvindicaciones entre feministas y teológicas a precio de ganga)

De izquierda a derecha:

1. Katiuska Zhukoski, 2. Irina Skova, 3. Aspirina Poliakova, 4. Milenka Poliakova, 5.Ramona Vodka

Durante siglos se ha pensado que la matrioska es un objeto tonto, un tonelillo hueco en cuyo interior no puede haber más que otra matrioska más pequeña y dentro de esa otra más pequeña y así hasta el infinito.
Pero todas las matrioskas son distintas. Tienen un cuerpo, un nombre y un corazoncito, igual que lo tiene el inmigrante ilegal, le pese a quien le pese. Cuando Dios creó a la matrioska fue injusto con ella: le hizo muy pocas concesiones. Pero si la matrioska dejara de ser matrioska y de contener en su interior matrioskas más pequeñas que a su vez contuvieran o contuviesen otras más pequeñas, sería el fin, no solo de las matrioskas sino también de los patrioskos y entonces el mundo se iba a enterar de lo que vale un peine y pedirían por favor a la matrioska que siguiera poniendo huevos y le pondrían de una vez y de verdad las cosas fáciles para que pudiera ser matrioska sin renunciar a ser persona.
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Katiuska Tilla, de soltera Katiuska Zhukoski , es la tatarabuela de Ramona, la bisabuela de Milenka, la abuela de Aspirina y la madre de Irina. Nació en Moscú el 14 de julio de 1889 en el seno de una familia noble venida a menos, justo un siglo después de la Revolución Francesa cuando ya habían sido proclamados los Derechos del Hombre y del ciudadano, pero no los de la matrioska, así que las pasó bastante canutas. Tenía un talento especial para la física pero nunca lo supo, igual que nunca supo que su destino era descubrir la Teoría de la Relatividad, que nunca descubrió porque sólo aprendió a leer, a escribir y a venerar a los zares. De jovencita tocaba cada domingo un órgano heredado que ponía los pelos como escarpias. Se casó con Aitor Tilla, un pescador vasco que llegó por confusión a las costas del Báltico persiguiendo a una lubina. Aitor Tilla pidió la mano al padre de Katiuska, el padre de Katiuska dijo que sí y cerraron el trato poniéndose los dos muy coloraos a base de vodka. No sabemos qué le gustaba a Katiuska porque no se lo preguntó nunca nadie. Ni siquiera estamos seguros de que le gustara su marido: Tuvo a su hija Irina y otros ocho hijos más. Cuidó a sus hijos y a sus padres, cocinó, cosió, aró la tierra a cuarenta grados bajo cero y un día se murió. En su tumba pone Katiuska Tilla 1889-1940
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Irina Skova, de soltera Irina Tilla es la madre de Aspirina , la abuela de Milenka y la bisabuela de Ramona. Nació en 1917 en las afueras de Moscú y fue la mayor de nueve hermanos.
Se casó con Jacobo Skov, un judío con tendencia a la obesidad mórbida, sobrino de Einstein y tuvo tres hijas como tres botijas. En su diario dejó dicho que su mayor pasión era bailar la polka pero postpuso el aprendizaje de la misma para una temporada de tiempo libre, así que crió a su primera hija, luego a la segunda, luego a la tercera, cuidó a su padres ya mayores, cocinó tres veces al día durante 60 años, cosió y aró la tierra - esta vez colectivizada gracias a la revolución bolchevique - pero a cuarenta grados bajo cero igualmente, se sumó al proletariado y dejó el pellejo de sol a sol en una fábrica estatal de conservas en sus últimos años. Murió de repente mientras leía a Engels en el descanso del turno de noche. Nunca bailo la polka.
Su tumba fue destruida por la caída de un meteorito, así que no sabemos más sobre su epitafio ni sobre su existencia.
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Aspirina Poliakova, nació con dolor de cabeza en 1948 y a veces sus jaquecas eran de tal magnitud que confundían a los sismógrafos locales. Pobrecita Aspirina, tampoco ella pudo salvarse a sí misma.
Conoció a un francés adorable que tocaba la guitarra en la Plaza Roja, se enamoró por igual de su chupa de cuero, de su pelo castaño ondeando al viento y de su estudiada caída de párpados cuando cantaba Heart of Gold de Neil Young . Aspirina se rindió a los encantos del francés, y el francés a los encantos de sus trenzas de muñeca rusa colocadas en forma de diadema. Aspirina se hizo hippie: no quiso volver a usar sujetador y hubiera querido dejarse crecer los pelos del sobaco - de haber tenido sobaco, pero las matrioskas son para bien y para mal seres compactos - Aspirina y el francés no fallaron ni una causa: de mayo del 68 fueron al festival de Woodstock donde besaron la camiseta sudada de Jimmy Hendrix, se manifestaron en contra de la Guerra del Vietnam y practicaron el amor libre. Aspirina sintió el deseo de ser madre y tuvo a su hija Milenka que nació y vivió en una comuna. Aspirina, siempre con dolor de cabeza, crio y educó a su hija y a puñados de niños de la comunidad, cocinó tres veces al día durante años y plantó lechugas mientras el francés, que era un encanto, compartía las gracias que Dios le había dado con otros seres, no se cansaba nunca de practicar el amor libre, porque libre era él, sin ataduras, ni hipotecas ni aburguesamientos. Aspirina se cansó de dormir sola y una mañana tomó un vuelo de vuelta a Rusia, que ya se llamaba U.R.S.S, pero por poco tiempo,y se reencontró con sus padres que habían envejecido brutalmente por culpa de la Perestroika. Pobre Aspirina: se le cayó encima el país y a punto estuvo de hacerse efervescente. Aspirina, en la actualidad cuida de sus padres y de su nieta Ramona a tiempo completo. Además plancha, cocina y no encuentra solución a sus jaquecas. Jean le Boudin es un conocido activista que pasa seis meses al año en países en vías de desarrollo, tiene sitio web y posa para los medios guiñando un poco el ojo derecho porque un día mirándose en el espejo descubrió que el gesto le favorecía.

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Malenka Poliakova, nació en 1973 y nunca conoció a su padre. Fue una niña hippie que andaba descalza y pintaba en las paredes. Pintaba con las manos, con los pies y con el alma y además fue la primera universitaria de esta saga de matrioskas. Se fue de erasmus y viajó un poco. Se enamoró media docena de veces y se enamoró de verdad, pero no perdiendo de vista la premisa de "vida no hay más que una", tuvo la firme  resolución de no dejar que nada ni nadie le aguara la fiesta, así que iba poniendo puntos finales a sus idilios. Malenka Poliakova tiene tantas ganas de vivir como de pintar,tiene además dignidad y una hija: Ramona. A Malenka Polianova le tocaron tiempos de precariedad laboral y crisis así que para sacar adelante a Ramona trabaja mañana y tarde, fines de semana, festivos y algunas noches. Cuando llega a casa la mini-matrioska Ramona ya está dormida y Malenka demasiado cansada para pintar. Malenka cocina tres veces al día, friega, plancha, cambia pañales y toma lexatines. Un día, en medio de un resplandor cegador dentro de su cocina , se le apareció una matrioska azul que aseguraba venir del futuro, y Malenka se ilusionó pensando que era su hada madrina, pero de eso nada monada: era una representante de lejías y las noticias que traía del futuro no eran nada alagüeñas para el género matrioskil. La matrioska azul dejó a Malenka una botella de lejía y desapareció diciendo: "Neutrex Futura, blancura sin salpicadura" y cada uno que interprete esto como quiera.

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Ramona Vodka tiene cinco años y todo el futuro por delante. Ramona es una matrioska diminuta y no sabemos si en su interior quedarán ganas y sitio para contener a más matrioskas, porque las muñecas rusas también tienen memoria histórica y Ramona está cansada por ella, por su madre, por su abuela, por su bisabuela y por su tatarabuela. Nació en la era del capitalismo salvaje y de todas sus consecuencias: la inmediatez, la idiotez y la velocidad. Tiene una abuela a tiempo completo y una madre que la mira cuando duerme. No sabemos cuántas veces al día entrará en el féisbuk, cuando tenga feisbuk ni si echará raíces delante de una televisión viendo La Selva de los famosos. Es posible que también ella quiera ser rica y famosa, que se ponga tetas y se acueste con los directores de los programas del corazón. Puede que Ramona Vodka eche a perder todos los progresos de su género y no sabría yo decir si no es ésta una decisión mucho más inteligente de lo que parece.
 O puede que Ramona Vodka, no deje para mañana lo que pueda hacer hoy y aprenda a bailar la Polka, para alegría de Irina Skova que se removerá en su tumba, y pinte si quiere pintar las paredes, los techos y el careto de los famosos. Puede que se anime a tener matrioskas minidiminutas pero maxifelices porque el Patriosko todopoderoso por aquellos entonces ya se haya decidido a devolverles su tiempo. Puede que esta devolución tenga efectos retroactivos y le devuelvan de paso el tiempo de su madre, el de su abuela y el de su bisabuela, pero de momento, las únicas noticias que tenemos del futuro, hablan de lejía…