lunes, 6 de junio de 2016

El Cortauñas: una historia que me va a costar muy cara y que no puedes perderte



Antes de seguir, diré que esta noticia me puede costar la herencia. Voy a contar una historia verídica de los Caviedes, que nunca nadie se atrevió a desvelar. Esta historia secreta y vergonzante que llevo años callando por miedo a dejar el honor de la familia a la altura del betún, va a salir en estos momentos a la luz, y tú vas a ser uno de los primeros privilegiados en conocerla. Son muchos años de silencio, y la cotilla que llevo dentro no puede soportarlo más: el cortauñas de los Caviedes dejará de ser un misterio para la humanidad. No voy a pensar ahora en las consecuencias que puedan recaer  sobre mi persona porque me gusta el riesgo. Vivir sin riesgo no tiene emoción, qué quieres que te diga.
Mi padre, que es principalmente el protagonista de esta historia, tenía un cajón en su mesilla donde siempre guardaba todo lo que pillaba por ahí y que él considerara de primera necesidad. Su cajón era una especie de nido de urraca donde acababan siempre todos los bolígrafos y tijeras de la casa, todas las gomas de borrar, sacapuntas, compases y en general todo el  material de oficina, que por alguna razón psicofreudiana a él le parecía especialmente atractivo. El "urraquismo" de mi padre siempre ha sido patológico. Si por poner un ejemplo, estabas haciendo los deberes en el comedor y hacías una pausa para comer el bocadillo, cuando volvías, ya no había ni goma, ni lápiz ni compás, ni sacapuntas, ni deberes. En menos de cinco minutos, todo había acabado en su cajón. Este cajón además de cosas de oficina, contenía   sus propios pares de calcetines casados por la iglesia, sus calzoncillos blancos con aireación bilateral (los que había en España porque no había otros: en aquella época una ardilla podía cruzar la península saltando de un  calzoncillo blanco con aireación bilateral  a otro y subir con ellos al peñón de Gibraltar a saludar).
Pero volvamos al cajón de mi padre y sumemos a las mudas el material de ferretería que también era una de sus debilidades: algún destornillador, brocas,  una dinamo, un interruptor de la luz, varias cajas de bombillas sin estrenar de 100, 60 y 40 watios y un rollo de lija. El cajón era una mezcla de ferretería, tienda de lencería soviética y papelería, una especie de "todo a 100" antes de que se inventara ese concepto de bazar chino, así que cuando alguien necesitaba algo, fuera lo que fuera, antes de bajar a comprarlo o de buscar en otro sitio, iba al "cajón de papá”.
 Si algún Caviedes quería cortarse las uñas, ya sabía que no  iba a encontrar el cortauñas en un discreto rincón del cuarto de baño. En el cajón-bazar había media docena de cortauñas de distintos calibres. Pero ocurrió  que la búsqueda del cortauñas empezó a ser demasiado frecuente, sus usuarios no lo volvían a colocar en el “ cajón ", y que además por alguna extraña razón sólo explicable por la física cuántica, los cortauñas que salían del nido, nunca volvía a aparecer en la dimensión espacio-temporal de nuestra casa.
 Mi padre buscaba debajo de los cojines del sofá, registraba habitación por habitación sometiéndonos a un exhaustivo interrogatorio más propio de la C.I.A que de un padre y durante la hora de la comida sacaba el tema:
-  ¿cómo puede ser que hayan desaparecido todos los cortauñas de la casa? no me lo explico, si Mario no ha estado, Carlos y Sara no lo tienen y tú tampoco, aquí hay alguien que miente. ¿Por qué os reís? a mí no me hace gracia, yo tenía cinco cortauñas en mi cajón: uno pequeño, uno ancho por detrás, otro de "recuerdo de Toledo" y dos de llavero.
 Cuando llegaba el postre, todas las conversaciones habían derivado de un tema a otro y él seguía rumiando la desaparición de los cortauñas.
Una mañana llegó mi padre de la calle, muy misterioso y  muy  a la chita callando con un cortauñas del tamaño de un calzador, un cortuñas como para cortar pezuñas de vaca, un cortauñas que para pasar a la otra dimensión de los desaparecidos necesitaba pasaporte y tarjeta de residente. Desde aquel día, bautizamos al cortauñas como "el cortauñas de la familia Caviedes" porque dadas sus dimensiones servía para cortar las uñas de toda la familia a la vez si nos pusiéramos muy juntos muy juntos y juanete con juanete.

Junto al cortauñas había comprado una cadena de perro de un metro y medio de largo, pero de perro perro, más o menos como para evitar que un mastín de los pirineos persiga a una hembra en celo. Una cadena que pesaba lo que no está escrito. Sé que hay novelas de ciencia ficción menos creíbles que la propia realidad y puedo prometer y prometo que mi padre enganchó el cortauñas gigante a la cadena de perro uniéndolos para siempre en matrimonio mientras decía "que lo que he unido yo, no lo separe nadie" y además decidió que el lugar más adecuado para dejar al matrimonio era el mueble-bar.  Nosotros presenciábamos la escena con estupor y en silencio: mi padre cogió una alcayata gigante, en proporción con lo que se traía entre manos y dejó para siempre el cortaunas-cadena enganchado en una de las paredes internas del mueble- bar. Ahí permaneció muchos años, y ninguno pudo convencer a mi padre de que aquello era algo antihigiénico y bochornoso. ¿Qué hubiera pasado si alguno de nosotros hubiera necesitado cortarse las uñas de los pies mientras la familia recibe a una visita?  Pues sí, hubiéramos arrimado el pie al mueble-bar y hubiéramos sacado la cadena gigante y el cortauñas  gigante bajo la mirada gigante de aquellos amigos de nuestros padres, tan finolis, los amigos digo, que estarían tomando un coñac y unas aceitunas con anchoa. Por suerte nunca tuvimos que sobrevivir a esa escena.

Aquello fue una manera efectiva de conseguir que el cortauñas no se perdiera y de que los Caviedes no lo usaran; primero por temor a una amputación involuntaria de pie y segundo por dignidad. Mi madre, que no pudo disuadir a mi padre de la idea, acabó por agenciarse una copa de cristal rojo oscuro y también gigante donde metíamos el conjunto podador y donde la verdad pasaba bastante desapercibido.
Este relato es real, sus personajes existen. Mi padre sacó gusto a atar las cosas para que no se perdieran, en el trabajo lo conocieron más tarde por por atar lápices a cuerdas de tender la ropa. Los Caviedes que abandonaron ya el núcleo familiar tienen sus propios cortauñas y lo localizan con un detector de metales (eso cuando no extravían el detector de metales). El cortauñas de la familia Caviedes acabó desapareciendo pero se convirtió en una institución. La policía científica sospecha que está en la casa de Eduardo manostijeras. Mi padré pasó a la historia como el primer hombre que ató un cortauñas gigante a una cadena de perro y la metió en un mueble bar. Se hizo famoso y ocupó la portada de todas las revistas.
Se me va a caer el pelo. Lo sé.