viernes, 14 de diciembre de 2012

Las tiendas de mi barrio

                             

                                                  

Para hablar de las tiendas de mi barrio quería yo empezar con una cita, porque una cita en un blog da un aire de superioridad intelectual que deja a los lectores bastante patidifusos, con la certeza de que están leyendo cosas indiscutiblemente inteligentes, pero les diré que hasta para citar a otros hay que valer y que para poder dejar patidifusos a los lectores primero hay que tenerlos.
Yo no he conseguido recordar si es Pablo Neruda el que habla de las tiendas de Temuco, o si no era Temuco y sí era Valparaíso; pero en una de esas ciudades las ferreterías no se llamaban ferreterías, porque en la puerta había un martillo gigante que anunciaba las cosas sin tener que nombrarlas; esto quedó en la memoria del pequeño Neruda y conformó su imaginario infantil: una bota roja, una olla, una arado, un martillo. Ustedes saben igual que yo del gusto que se experimenta con las evocaciones de la infancia: unas pertenecen al inconsciente colectivo, como el envoltorio rosa del pastelito de la pantera rosa, no me lo vayan a negar, y la mismísima capa rosa de fondant industrial del pastelillo, como no me negarán su secreta fascinación por un bollito de gama cromática tan delicada y la suerte de su dueño, un héroe, al que no privaban de consumir “esas marranaditas industriales”.
Las evocaciones personales no merecen un aprecio menor, y aquí tendría que citar a Proust para acabar de ganarme un trocito de la madalena de la confianza de gafosos provincianos, pero tampoco lo voy a hacer. Soy una chica de barrio y en mi barrio no se habla de Proust ni falta que nos hace.

Había en mi calle una pollería donde íbamos con mi madre a comprar, no sólo pollos, si no también huevos: había huevos morenos y huevos blancos y recuerdo que jamás se mezclaban; no compartían ni cartón ni estantería y nunca entendí el por qué de semejante segregación racial. La pollería tenía un desagradable olor dulce y el pollero que era un hombre relativamente joven se pavoneaba por la tienda intentando impresionar a las clientas con chistes que los niños no entendíamos pero que provocaban mucho jolgorio. Recuerdo los pollos cuando eran pollos enteros, muertos, con su cabeza colgando, su cresta roja y recuerdo las uñas de sus patas con piel de dinosaurio, sus ojos vueltos al cielo. Yo no quería ver a mi madre entre aquellas mujeres de risa tonta.
Dejamos de ir a la pollería el día en que antes de atendernos, el pollero entró en el baño para aliviar necesidades irrefrenables, y dejó la puerta abierta, su silueta a la vista, y salió de allí sin lavarse las manos, a prepararnos unas pechugas que nunca comimos porque mi madre le hizo saber de su tamaña categoría porcina a pesar de que su verdadera vocación era la de gallo de corral. Fue un doble alivio para nosotros; aquel hombre odiaba los niños pero no los escotes de sus madres y cuando las madres le reían la gracia, los niños, al menos yo, sentíamos una extraña sensación de desamparo.
A escasos quince metros estaba la droguería Carrasco. Las droguerías en menos de diez años serán negocios extintos, y los humanos del futuro solo sabrán de ellas por nuestros relatos que a modo de vestigio darán fe de su existencia. La droguería Carrasco se cerró hace quince años pero su dueña nunca desmanteló la tienda ni el escaparate, que sigue ahí desafiando al tiempo como esas momias de santos que mantienen sus cuerpos incorruptos en el Vaticano. Si yo quisiera deprimirme aposta, con baja psiquiátrica y todo, solo tendría que aplastar la nariz un buen rato delante del escaparate de la droguería Carrasco, donde en medio de un cementerio de moscas patas arriba, todavía se mantienen en pie varias torres con bombos de “Luzil superconcentrado: limpieza más profunda sin agua caliente”, esas cajas cilíndricas de detergente donde todos los niños guardábamos los juguetes cuando por fin estaban vacías. La Carrasco vendía horquillas clásicas y de moño para pelo rubio y para pelo negro, papel higiénico de El elefante, cuya textura no lo hacía higiénico ni apto para el uso de ningún culo humano, había sido concebido más bien -como su propio nombre indica- para limar los juanetes a los paquidermos. Se vendían escobas enteras, palos de escoba, pelos de escoba, fregonas, orinales y colonias a granel para hombre y para mujer. Media docena de colonias baratas a las que olía todo el barrio. Nada de "O de tualet" ni de frascos refinados, ni de francesas con piernas largas correteando por la Torre Eiffel.. El verdadero perfume era un lujo tan desconocido como Proust, pero a cambio teníamos otros alicientes: recuerdo con mucha risa cómo disfrutaba mi amiga Raquel cada vez que iba donde la Carrasco a rellenar un frasco de colonia: le decía, “doscientos cincuenta mililitros de Gotas de Maifer” y aquella mujer sacaba el embudo con mucha parsimonia mientras Raquel me miraba maliciosamente y, le preguntaba si eran gotas de maifer auténticas, es decir gotas de my fair lady, y recalcaba mucho la palabra lady. La Carrasco que era una mujer aturdida por naturaleza, nos miraba desde el fondo de unas gafas, con la misma vehemencia que tienen los lenguados sobre los helechos de la pescadería. Y desde el fondo de aquellos ojos nublados, parecía confusa, antes de dar fe de la autenticidad de aquella colonia.
Íbamos donde la Carrasco, preferiblemente sin dinero suelto y con un billete, porque era gangosa y hacía las cuentas en voz alta sobre un papel de estraza, sin calculadora y aquel espectáculo de pronunciación de números era a veces lo más divertido que nos ofrecía la tarde.
Justo debajo de casa había una chatarrería donde mis hermanos se gastaban la propina del domingo. Mis hermanos eran mentes científicas iluminadas con ansias de investigación precoz hasta el punto de sacrificar las propinas de los domingos, que los demás niños gastábamos frugalmente en un kiosco, para invertir en aparatos rotos: el chatarrero se convirtió en uno más de sus amigos al que trataban de igual a igual y viceversa: ellos lo trataban a él como un niño, él los trataba a ellos como unos chatarreros, de manera que habían asumido todos su condición de niños-chatarreros.
La chatarrería era un local bastante pequeño, con una puerta de garaje que salvo en el invierno estaba siempre abierta, lo que permitía al chatarrero avisarnos de cualquier nueva adquisición útil para los inventos cuando volvíamos del colegio.
Las basuras más preciadas por mis hermanos eran los electrodomésticos con motor, como los exprimidores de zumo o las batidoras, que tras misteriosas sesiones a puerta cerrada en su habitación, convertían en coches teledirigidos, helicópteros que volaban y otros objetos danzarines no identificables, todos enigmáticos y preciosos, ante los que el mismísimo Leonardo da Vinci se hubiera quitado el sombrero.
Aquel hombre llamaba la atención de mis hermanos susurrando desde un rincón de la tienda como si fuera un gángster de Chicago. Yo quedaba al margen de aquel tráfico de morralla, que se hacía por otra parte en un lenguaje para mí criptográfico y vigilaba en la puerta, mientras dentro se hablaba de dinamos, engranajes, bobinas y rodamientos, o se daba el milagro de una idea genial que era celebrada con gritos de emoción.
Recuerdo la cara sucia del chatarrero. No sus manos que necesariamente tenían que estar sucias. Tenía la cara sucia y una mirada triste, como si se maquillara por las mañanas para interpretar a un personaje de Dickens en versión española. Imaginaba yo su vida como una suerte de desgracias encadenadas, cuyo único consuelo era el júbilo de proporcionar piezas de lavadora a dos niños inventores. Seguro que me equivocaba.
Había en mi barrio dos mercerías, siempre atiborradas de señoras, cuando la costura no era un pasatiempo con las connotaciones de distinción y hipismo de ahora. Las mujeres cosían por gusto pero también porque había que dar solución a los agujeros de los calcetines. Esto es así de prosaico, y en el fondo, no tan malo como parece porque un calcetín cosido inspira mucha más pena y más ternura que un calcetín nuevo fabricado en China sin abuelas ni madres que velen por su salud.
La mercería con sus estantes, sus cajitas de botones meticulosamente colocadas y distinguidas por su botón pegado en el frontal, sus espirales de lazos dispuestos por colores y tamaños nos devolvía el orden de un mundo que no existe, pero que todos querríamos inventar; se daba allí dentro el milagro de una armonía cósmica que desde luego no encontrábamos ni en nuestras casas ni en el patio del colegio y a mí me gustaba pensar, en la cúspide de mis aspiraciones vitales, que algún día estaría yo del otro lado del mostrador, convertida en la reina de aquella sociedad tan jerárquica de cajas , despachando corchetes, deliciosos cartoncillos con familias de agujas de apellido “hand sewing needle”, canutillos para las máquinas de coser, dedales para dedos pequeños y delicados y también para dedos morcillosos, cremalleras, tizas planas para patrones, agujas de ganchillo con casco de caballero medieval y enhebradores acuñados con la cara dorada de la la Reina Madre. Un paraíso donde yo pudiera ser la reina incluso de aquella reina británica tan fina, en un universo cortés y silencioso. Y soñaba yo con el arte de contar y envolver media docena de botones, que sonaran como dados de parchís.
Llevo mucho contado y hemos recorrido sólo doscientos metros en una sola calle y no querría yo que se vayan de mi barrio sin conocer la librería-papelería Goyo, que es en realidad lo único que me interesaba cuando empecé a escribir esto.
La librería Goyo representaba el súmmum de la diversión para mi amiga Raquel y sus hermanos a los que dios dotó de un agudo sentido del humor que siempre admiré.
Los dueños del negocio eran un hombre y una mujer mucho más amables de lo que cabe esperar de un dependiente de Valladolid, que como todos sabemos, tiende a perdonar la vida a los clientes. Los dueños de la librería Goyo, no eran muy listos, pero tenían una cordialidad y una sonrisa de piñón fijo que era sin duda la clave de su éxito comercial.
Mi amiga Raquel y sus hermanos iban a la librería con afán meramente lúdico; se dedicaban a pedir cosas imposibles que inventaban sobre la marcha: compases de hacer cuadrados, pliegos de papel escatológico, gomas de borrar huellas, acuarelas para daltónicos, calculadoras para zurdos, o libros con títulos inventados o de falsa autoría como “Historia de un ascensor” de Buero Vallejo, “El sombrero de dos Picos” de Gloria Fuertes,o “La historia terminada” que hacían pasar por la segunda parte de “La historia interminable”.
Aquellos dos dependientes tan amables nunca sospecharon nada; entraban en el almacén a buscar todas las barbaridades que les pedían y salían muy apesadumbrados por no poder satisfacer nuestras demandas. Decían; -ya lo siento, hijo, pero dime cómo se escribe y yo se lo pido al proveedor: pa-pel-es-ca-to-lo-gi-co, muy bien, pásate la semana que viene.
Era difícil aguantar la risa hasta que uno salía y daba la vuelta a la esquina. ¡Cuánto admiré a los hermanos de Raquel por aquellas invenciones delirantes!

Las cosas eran así en mi barrio cuando no existía el Río Shopping, que es un macrocentro comercial de diez kilómetros de perímetro que han puesto en mi ciudad y que causa un auténtico furor ovino: porque nos gusta ser carne de cañón del entramado económico liberal, y porque nos gusta vagar en la masa amorfa donde va vicente y perder la tarde del sábado en un piso y luego en otro, y pararnos a hacer una foto con el móvil a un ser humano disfrazado de hamburguesa gigante con queso, y ver niños que berrean de aburrimiento, de aturdimiento, de estar encerrados en mini guarderías comerciales. Nos gusta pasear por los estantes asépticos de zara, que no conocieron cajitas con botones ni dedales de talla grande y nos gusta escuchar un remix de Shakira durante horas para salir de allí con la cabeza como un bombo.
Todo esto nos encanta. Nos encanta que saquen partido de nuestra imbecilidad. Nos gustan las dependientas jóvenes con la sonrisa forzada y uniforme de la talla treinta y seis que trabajan doce horas por un sueldo infame, aunque no dominen el arte del cálculo mental gangoso ni puedan soñar nunca con la reencarnación de batidoras en helicópteros por medio de un chamán chatarrero disfrazado de Oliver Twist. Nos gusta que nos hable la manga de la gasolinera y nos diga “Buenos días: está usted repostando Gasóleo B”. Nunca más volveremos a inventar compases de hacer cuadrados, porque cuadrada ya tenemos la cabeza, y porque nos mola el pensamiento único, como nos mola encarnar con nuestra tontuna el símbolo de la decadencia de Occidente entero, aunque no sepamos, ni falta que nos hace, lo que significa esta frase.