jueves, 10 de octubre de 2013


La suerte del descalzo
es nombrar, cuando pisa, las flores en silencio,
llamar a cada una por su nombre,
sin despegar por ello los labios de la noche.

Porque es la noche sin dueño
paraíso del llanto y del vencido,
y también de quien camina agachando la cabeza.

Sólo en las flores cabe
el ala traslúcida del agua,
no esa que moja la lengua desatada del aplauso,
agua que nombre las flores en silencio

y resbale por el surco de la llaga...

                                                                             




jueves, 18 de abril de 2013

Las galletas

Esta niña con aire de muñeca victoriana es una fiera capaz de estar haciendo galletas doce horas seguidas, sin dejar que nadie le diga cómo se amasa la masa ni cómo se corta. Blanca hace galletas con obesidad mórbida de ocho centímetros de grosor que pierden su forma de estrella en el horno y salen rechonchas, crudas por dentro, con pegotes de harina y como es lógico: acomplejadas. Su creadora no admite consejos sobre cuestiones gastronómicas ni estéticas ni en general sobre nada, porque cada objeto que cae en sus manos le da una nueva oportunidad manipulativa con la que experimentar el mundo y Blanca no descansa; está creando de la mañana a la noche: empieza el día haciéndose sofisticados peinados antes de ir al cole, se moja el pelo y lo estira hacia atrás para colocarse meticulosamente media docena de horquillas combinadas por colores y motivos, vuelve del colegio con la mochila llena de papelillos que ha pintado y escrito y luego doblado en pliegues complejísimos que no superarían ni los mejores maestros del origami japonés y antes de la cena sale de su habitación con otro montón de papeles recortados y pegados, dedicados con inquietantes juegos de palabras a veces rimadas para cada uno de nosotros. Blanca inventa juegos sin descanso; en el coche, de camino a la piscina, en casa, en la bañera, en el ascensor, en la salas de espera o en la cola del supermercado. Un día escribiré exclusivamente sobre sus juegos inventados.
Hay niños que comen acelgas sin poner cara de asco, y que además hablan idiomas del sudéste asiático, leen a Kafka y tocan a la perfección el violín, la flauta traversera y el arpa. Hay niños obedientes hasta el insulto.
Pero tener un hijo repulido y obediente es lo más preocupante que les puede ocurrir a unos padres, aunque ellos no lo sepan. Será un niño admirado, coronao de flores mortuorias y elogios mojigatos al que cada vez se exigirá más perfección y más sometimiento.  Pero tanta perfección tiene un peligro que acecha seguro como la muerte: igual que lo manipularon y lo repulieron ellos para hacerlo bueno y obediente algún día lo repulirán los otros: llegará un yihadista y lo convencerá para inmolarse en un avión contra un par de rascacielos, será carne de secta católica donde la gente irá muy peinada, o incluso lo captarán los perro-flautas para hacer de él un gurú de la protesta contra todo sin excepción. Porque hasta la lucha contra el gregarismo es a menudo una forma de gregarismo; sólo cambia el uniforme de su cohorte porque entre la sotana, los levis quinientos uno, y el conjunto rastas-piercing-pancarta, no hay esencialmente tanta diferencia. Esto lo digo yo avalada por estudios sociológicos y etnográficos de muy alta alcurnia de la universidad de Masachuset.
No sé cómo será la adolescencia de este animal salvaje. Me gusta Blanca con sus manos sucias, me gustan sus acrobacias circenses de sofá aunque estén prohibidas, me gustan los besos de ventosa que sale a darme descalza cuando me voy al trabajo y me gustan los bolsillos de su abrigo llenos de arena, de pegatinas que ya no pegan, de palos, y piedras o de papeles brillantes que va recogiendo en la calle como una urraca. Me gusta esta niña dentro de su caos infantil, y me gusta su total desconocimiento de cómo los adultos calibramos el mundo y a sus habitantes. Nada sabe ella de cocientes intelectuales, de los sesenta centrímetos de cadera que hacen de la mujer un perfecto florero, no sabe de rentas anuales ni del diámetro de las ruedas del todo terreno de lunas tintadas con el que el español medio se calza los complejos. 
En los fascinantes recovecos de la sabiduría infantil reside la idea de que es mísero, sórdido y aún diría tétrico, someterlo todo al sistema métrico, por eso Blanca prefiere sus galletas rechonchas y desbordadas, igual que yo prefiero lo incalculablemente delicioso de sus besos de ventosa.

En la foto: Lucía y Blanca - que nadie piense que me olvido de Lucía- orgullosas del resultado de una sesión de repostería